Con toda la ilusión del mundo, mi padre compró a la constructora Albatros uno de los pisos que constituían la urbanización de La Madrila. Ciertamente una magnífica vivienda en un sitio estupendo. No recuerdo por qué fue, pero Tomás Civantos, arquitecto y vecino mío, me contó una vez que el edificio en que vivo está construido sobre una imponente losa de hormigón; de modo que ya pueden venir terremotos. Y no han sido movimientos sísmicos los que han llegado sino de otro tipo y jaez. Acústicos y repugnantemente antisociales, como los berridos nocturnos de los nocherniegos alcohólicos que no reprimen sus carencias y alardean a grito pelado de su frustración a cualquier hora de la madrugada. ¿Suena mal, verdad? Pues es lo que hay. Y menos mal que vivo en un piso alto y el ruido de la música atronadora de los locales de abajo me llega ya bastante filtrado. Aún así oigo perfectamente, viernes, sábados y domingos de madrugada, el ¡zum! ¡zum! de lo que sea. No sé cómo aguantan los de los pisos inferiores, la verdad. Cuando Cacereños Contra el Ruido presentó infinitas quejas y denuncias sobre la tortura a la que someten a los vecinos de La Madrila y fue ordenado el cierre de ocho locales, sinceramente me alegré de ello; aunque algún periodista de papel me llame enemigo de la cultura e intolerante fascista, entre otras lindezas. Ahora andan muy contentos porque quieren, o van, a reabrir el caso y quizás vuelvan a consentir esos templos de cultura donde se enseña comportamiento cívico. Que sea enhorabuena. A mí ya tanto me da, aunque lo siento por los que no volverán a conciliar el sueño; porque tres locales que hay en los bajos del edificio en el que habito siguen abiertos, haciendo ruido y concertando a todos lo que antes alternaban en los locales ahora cerrados. Eso, enhorabuena, “infame turba de nocturnas aves” como decía Góngora. Y de paso, que os subvencionen los negocios, que para eso contribuís al patrimonio cultural de la ciudad con vuestras deyecciones y purines. ¡Más madera!
Salvador Calvo Muñoz
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